En 1995, a William Utermohlen, artista norteamericano afincado en el Reino Unido, le diagnosticaron alzheimer. “A partir de ese momento, trató de entenderlo pintándose a sí mismo”, explicó su mujer Patricia a los medios de comunicación el día de su muerte, el año 2007.
En el mundo de la creación es común que el sufrimiento sea origen de las mejores obras de un autor. Como también ha ocurrido a muchos artistas a lo largo de la historia, la desaparición de Utermohlen supuso la caída del velo del público hacia su obra, la confirmación de su éxito. Su mayor legado fue, precisamente, el que refleja su desaparición como individuo: la serie de autorretratos que hizo desde el diagnóstico hasta su fallecimiento ha sido objeto de análisis por parte de médicos, psiquiatras y de aplausos del público. “En estas imágenes vemos con intensidad desgarradora los esfuerzos de William en explicar su ser alterado, sus temores y su tristeza”, explicó entonces su esposa Patricia. “A veces era consciente de sus fallos técnicos, pero no podía encontrar la manera de corregirlos”.
El alzheimer afecta particularmente el lóbulo parietal derecho, que es importante para visualizar algo internamente y luego ponerlo en un lienzo. De modo que en sus retratos, la cara de Utermohlen es un mapa del recorrido que la demencia, como enfermedad invisible, trazó en su cerebro. Y sus retratos son fotografías de carné que muestran la batalla de un hombre por aferrarse a sí mismo, a su memoria.
Al principio los médicos no se pusieron de acuerdo sobre si los evidentes cambios de trazo, colores, las inclinaciones y perspectivas extrañas, además de la progresiva pérdida de detalles y volumen, surgieron debido a la pérdida de habilidades motrices o a los cambios en su psique. En lo que todos estuvieron de acuerdo es en que Utermohlen consiguió reflejar su confusión emocional mientras se alejaba.
Los retratos del pintor estadounidense recorren periódicamente las paredes de salas y museos del mundo, y se exhiben de forma permanente en la Academia de Medicina de Nueva York. El mundo aún se sobrecoge al comprender que el cerebro es la retina del alma, y que los ojos, por sí mismos, son esferas vacías y los representantes de la ceguera.
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